Andrea todavía recuerda el olor a desinfectante en la ambulancia y la voz de un paramédico diciéndole: “Aguanta, ya vamos llegando”. Esa noche, mientras volvía del supermercado a su casa en Estación Central, un desconocido la atacó para robarle. No se conformó con la mochila: le clavó un cuchillo tres veces en el abdomen. Sobrevivió gracias a la rápida reacción de sus vecinos y a los médicos que la operaron de urgencia. Lo que la justicia tipificó después como un homicidio frustrado es, para Andrea, una herida que no cierra: “Volví a caminar, pero no volví a sentirme libre”.
El peso de un intento de asesinato
El término “homicidio frustrado” puede sonar frío, técnico, propio de los tribunales. Pero detrás de esas dos palabras hay vidas que cambiaron para siempre. En Chile, este delito se configura cuando alguien intenta matar a otra persona, ejecuta actos directos para lograrlo, pero la víctima sobrevive por factores externos: un vecino que intervino, un disparo que no alcanzó un órgano vital, una ambulancia que llegó a tiempo.
Para la justicia, la intención homicida es tan grave como la muerte misma. “La diferencia entre un homicidio consumado y uno frustrado, en muchos casos, es cuestión de centímetros o segundos”, explica ficticiamente José Rivas, fiscal especializado en delitos violentos.
La investigación: reconstruir una historia de violencia
Cada caso activa un procedimiento meticuloso. Carabineros o la PDI aseguran la escena, recogen pruebas, entrevistan testigos y rastrean cámaras de seguridad. El Ministerio Público, por su parte, busca probar lo más difícil: la intención de matar.
Peritajes médicos detallan el tipo de heridas, la dirección de los disparos o la profundidad de una puñalada. “No es lo mismo un corte superficial que un cuchillo hundido en el abdomen. La primera es una lesión, la segunda es una evidencia clara de un intento de asesinato”, señala un médico legista de forma ficticia.
La justicia, en ese sentido, no solo castiga el resultado: castiga la voluntad criminal.
Sanciones que buscan enviar un mensaje
Las penas para un homicidio frustrado suelen oscilar entre 10 y 15 años de cárcel, dependiendo de las circunstancias. Cuando el ataque ocurre con alevosía, violencia intrafamiliar o en espacios públicos, las condenas son más duras.
Un caso reciente en Valparaíso lo dejó en claro. Un hombre disparó contra su expareja en plena calle. Ella sobrevivió tras una cirugía de urgencia, pero el agresor recibió 12 años de prisión. Para el juez que dictó la sentencia, la conclusión fue categórica: “No se puede premiar la suerte de la víctima con una condena menor”.
La vida después de sobrevivir
Las víctimas de un homicidio frustrado no solo cargan con cicatrices en el cuerpo. El trauma emocional suele acompañarlas por años. Andrea, que sobrevivió al ataque en Estación Central, lo confiesa: “El tribunal lo condenó, pero la condena no borra mis pesadillas. Sigo mirando hacia atrás cada vez que camino sola”.
Marcos, un joven de Renca que recibió un disparo durante una pelea entre bandas, comparte un sentimiento parecido: “La bala no me mató, pero me quitó la tranquilidad. Sobrevivir no significa volver a vivir igual”.
Conclusión: justicia y prevención en la misma balanza
El homicidio frustrado refleja una verdad incómoda: en Chile, la línea entre la vida y la muerte puede depender de un factor mínimo. La justicia lo sanciona con severidad, pero el desafío real está en la prevención: evitar que alguien tenga siquiera la oportunidad de intentar matar.
Eso implica perseguir el porte ilegal de armas, iluminar calles, organizar comunidades y brindar acompañamiento a quienes han sufrido violencia. Porque cada sobreviviente es un recordatorio de lo frágil que puede ser la seguridad en nuestras ciudades.
Andrea lo resume mejor que cualquier sentencia: “Yo estoy viva, pero no debería haber pasado por esto. Nadie debería caminar con miedo de no volver”.