A las seis de la tarde, en pleno centro de Santiago, el tránsito es un caos. Micros, peatones y motocicletas compiten por espacio, mientras los semáforos parpadean sobre una ciudad que vive apurada y en alerta.
Entre la multitud, Sandra, dueña de una pequeña librería en Estación Central, baja la reja metálica antes de que anochezca. “Ya no espero a las ocho, cierro a las seis y media. Es triste, pero uno se acostumbra”, dice.
Su decisión no se basa en el flujo de clientes, sino en el miedo. “Hace dos años asaltaron al local de al lado, y el otro día hubo un homicidio a tres cuadras. No quiero ser parte de la próxima noticia.”

El miedo al delito —y en especial al homicidio— se ha convertido en un factor que reordena la vida urbana en Chile. Lo que antes eran rutinas fijas —caminar, cerrar el negocio, tomar el transporte— ahora se rige por una lógica invisible: la de la autoprotección.
1. Las ciudades que dejaron de dormir tranquilas
En 2024, Chile registró una de las tasas de homicidio más altas de los últimos 20 años.
Según la Subsecretaría de Prevención del Delito, el país alcanzó los 6,7 homicidios por cada 100 mil habitantes, lo que representa un aumento de más del 45% respecto a 2018.

El fenómeno, que antes se concentraba en zonas puntuales, se ha expandido hacia comunas urbanas del Gran Santiago, Valparaíso y Concepción.
Carabineros de Chile detalla que comunas como San Bernardo, Lo Espejo y Recoleta presentan incrementos sostenidos en homicidios ligados a ajustes de cuentas, disputas territoriales y delitos asociados al narcotráfico.
Sin embargo, la violencia ya no distingue tanto entre barrios vulnerables y sectores acomodados.
“El miedo se transversalizó”, explica Rodrigo Espinoza, analista en seguridad urbana. “Hoy un residente de Las Condes también evita caminar solo de noche, y en Ñuñoa o Providencia hay más condominios con seguridad privada y alarmas vecinales que nunca antes.”
Los datos respaldan esa percepción. El Instituto Nacional de Estadísticas (INE) revela que el 72% de los santiaguinos considera la inseguridad como el principal problema de su comuna, superando por primera vez al costo de vida y al transporte.
2. El impacto silencioso: hábitos que cambian sin que lo notemos
El homicidio no solo deja víctimas directas; deja ciudades que se repliegan sobre sí mismas.
Los vecinos adelantan horarios, las familias se encierran, los negocios achican sus jornadas, y los espacios públicos —plazas, parques, ferias— comienzan a vaciarse antes del anochecer.
“Nos acostumbramos a vivir entre rejas”, comenta Luis, vecino de La Florida. “Ya no es raro ver a alguien poniendo doble candado o instalando cámaras. Lo raro sería confiar.”
En comunas como Quilicura o Cerro Navia, las juntas vecinales han organizado patrullajes comunitarios y redes de WhatsApp para alertar sobre movimientos sospechosos.
Si bien estas medidas han fortalecido la solidaridad local, también han consolidado una cultura de desconfianza: todo desconocido es potencialmente peligroso.
La socióloga Paula Espinoza, de la Universidad de Santiago, advierte que este fenómeno erosiona la cohesión social.
“El miedo fragmenta. Si dejamos de ocupar el espacio público, dejamos de encontrarnos, y eso debilita los vínculos que sostienen la vida urbana.”
3. La brecha entre barrios: distintas formas de vivir la inseguridad
No todas las ciudades chilenas enfrentan la violencia del mismo modo.
En comunas con mayores recursos —como Vitacura, Las Condes o Lo Barnechea— la respuesta al temor ha sido la inversión en seguridad privada, cámaras, alarmas y barreras automáticas.
Mientras tanto, en La Pintana, San Ramón o Renca, las familias dependen de la colaboración entre vecinos y de patrullajes municipales limitados.
“En sectores altos se vive con miedo, pero con herramientas”, resume Espinoza. “En los sectores populares, el miedo se vive con impotencia.”
La desigualdad se nota incluso en la manera de medir la violencia.
Mientras en el oriente de Santiago las tasas de homicidio no superan los 2 casos por cada 100 mil habitantes, en el sur y poniente la cifra puede ser cinco veces mayor.
Y sin embargo, el efecto psicológico es transversal: todos sienten que la violencia los rodea.
4. La economía del miedo: cómo la inseguridad afecta el trabajo y el comercio

La violencia también tiene costo económico.
De acuerdo con la Cámara Nacional de Comercio (CNC, 2024), el 38% de los locales del Gran Santiago ha modificado su horario por razones de seguridad.
Supermercados, minimarkets y ferias libres han reducido su operación nocturna, especialmente en comunas donde el delito se percibe como “impredecible”.
“Ya no trabajamos hasta las nueve como antes”, comenta Sandra, la librera del principio de este reportaje. “A veces cierro temprano aunque pierda ventas. Prefiero eso a sentir que mi vida está en riesgo.”
El transporte también se ha visto afectado: los conductores de buses y aplicaciones reportan zonas donde simplemente no entran después de las 22:00 horas.
El miedo, en ese sentido, reconfigura la movilidad urbana tanto como el tránsito o los tacos.
5. Homicidio y percepción social: vivir entre el miedo y la rutina
Las cifras oficiales muestran un aumento real de homicidios, pero la percepción ciudadana de inseguridad va aún más allá.
Un estudio de la Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana (Enusc 2023) revela que el 88% de los chilenos cree que la delincuencia aumentó “mucho” durante el último año, aunque solo el 22% haya sido víctima directa de un delito.

La sensación de vulnerabilidad, entonces, se alimenta tanto de los hechos como del relato mediático.
“El problema es que el miedo no necesita estadísticas para ser real”, dice el criminólogo Carlos Peña. “Basta con que alguien de tu entorno haya sido víctima o que veas un video viral para sentir que te puede pasar mañana.”
Y ese miedo cotidiano genera efectos sociales profundos: aislamiento, desconfianza, estrés y, en algunos casos, migración interna.
Hay familias que se mudan a comunas más seguras, incluso si eso significa pagar más o alejarse del trabajo.
6. La respuesta tecnológica y preventiva
En medio de este panorama, la tecnología ha comenzado a jugar un papel clave en la recuperación de la tranquilidad urbana.
Alarmas inteligentes, sensores perimetrales y aplicaciones de monitoreo vecinal permiten detectar movimientos sospechosos o alertar a las autoridades con rapidez.
Como se detalla en el blog pilar Alarmas inteligentes en las 100 comunas más peligrosas de Chile: protección para hogares y negocios, estas soluciones combinan tecnología de respuesta inmediata con conectividad móvil, permitiendo a los vecinos recibir notificaciones y actuar coordinadamente antes de que el riesgo escale.
En comunas como La Reina y Ñuñoa, estas herramientas se han integrado con patrullajes municipales, logrando reducir los tiempos de reacción ante emergencias.
En otras, como Maipú y San Miguel, se están probando sistemas de alarmas comunitarias que conectan a más de 100 hogares por red inalámbrica.
El resultado no es solo técnico: es emocional.
“La gente se siente más tranquila cuando sabe que hay alguien —aunque sea un sistema— vigilando”, dice Fernando Soto, experto en prevención comunitaria.
“La sensación de seguridad también es una forma de bienestar.”
7. ¿Qué futuro espera a las ciudades chilenas?

El desafío no está solo en reducir las cifras de homicidio, sino en reconstruir la confianza.
Una ciudad segura no se define únicamente por cámaras o patrullas, sino por la capacidad de sus habitantes de ocupar el espacio público sin miedo.
En ese sentido, la prevención debe ir más allá de la reacción: debe ser cultural.
Educación, convivencia, participación vecinal y tecnología forman parte del mismo ecosistema.
“Si seguimos encerrándonos, perderemos la ciudad”, advierte Espinoza. “La seguridad no puede significar aislamiento.”
Recuperar la vida urbana implica recuperar la confianza. Y en esa tarea, las alarmas, sensores y sistemas conectados son solo una parte del cambio: el resto depende de cómo elegimos vivir juntos.
Conclusión: vivir sin miedo, vivir en comunidad
El homicidio, más que una estadística criminal, es una grieta en el tejido social chileno.
Sus consecuencias no solo se miden en víctimas, sino en calles vacías, horarios reducidos y conversaciones que comienzan con la frase “¿supiste lo que pasó?”.
Pero también hay una oportunidad: repensar la ciudad desde el cuidado, la colaboración y la tecnología.
Desde la respuesta preventiva que ofrecen las alarmas inteligentes, hasta la responsabilidad colectiva de no naturalizar la violencia.
Porque, como recuerda Sandra, aquella librera que baja la reja antes del atardecer:
“No es que uno no quiera trabajar ni vivir tranquila. Es que uno quiere volver a hacerlo sin tener que mirar por encima del hombro.”
Y quizás esa sea, en el fondo, la meta de cualquier política de seguridad: devolverle la calma a una ciudad que aún quiere seguir caminando.