Un joven de 16 años camina esposado por el pasillo del tribunal. A su alrededor, la prensa murmura, los gendarmes observan y una madre llora en silencio. No hay satisfacción ni alivio, solo desconcierto. El adolescente, acusado de un homicidio, no parece entender del todo lo que ocurre. Su rostro refleja más miedo que frialdad. Este tipo de escena, cada vez más recurrente en Chile y otros países de la región, reabre un debate profundo: ¿qué debe hacer la justicia cuando el responsable de un crimen grave aún no ha llegado a la adultez?
El dilema de la responsabilidad penal adolescente
El sistema penal juvenil se basa en un principio claro: los menores de edad no pueden ser tratados igual que los adultos. Su desarrollo emocional, su entorno familiar y sus oportunidades educativas influyen de manera decisiva en sus actos. Pero cuando un delito tan grave como un homicidio ocurre, la frontera entre protección y sanción se vuelve difusa.
En Chile, la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente (Ley N° 20.084) establece que los jóvenes entre 14 y 18 años pueden ser sancionados penalmente, pero bajo un sistema distinto al de los mayores. Se busca reinsertar, no castigar. Sin embargo, la realidad de los tribunales muestra que no siempre es tan simple.
El abogado penalista Cristián Urrutia, con experiencia en casos de menores infractores, lo explica así:
“El sistema juvenil intenta equilibrar justicia y reinserción, pero cuando la comunidad exige castigo, ese equilibrio se rompe. Lo que hay detrás de cada caso es una historia de abandono, violencia o falta de oportunidades.”
Detrás del homicidio: historias que comienzan antes del crimen
La mayoría de los adolescentes involucrados en delitos violentos comparten un contexto común: pobreza, deserción escolar, consumo de drogas y ausencia de referentes familiares. Muchos de ellos fueron víctimas antes de convertirse en victimarios.
Un informe del Servicio Nacional de Menores (SENAME) de 2023 reveló que más del 70% de los jóvenes imputados por delitos graves había sufrido algún tipo de maltrato en su infancia. El entorno se convierte, entonces, en un factor determinante.
La psicóloga forense María José Echeverría señala:
“No se trata de justificar, sino de entender. Un adolescente que crece rodeado de violencia interioriza que el conflicto se resuelve de esa forma. Cuando no hay intervención temprana, el desenlace puede ser fatal.”
Uno de los casos más comentados ocurrió en 2021, cuando un menor de 17 años fue acusado del asesinato de otro joven durante una riña en Puente Alto. En el juicio se descubrió que el imputado había abandonado la escuela a los 13, vivía sin supervisión adulta y estaba vinculado a una banda local. El hecho no solo conmocionó al barrio, también expuso la falta de mecanismos preventivos eficaces.
Reeducar o castigar: el debate ético y legal
El gran desafío del sistema penal juvenil es decidir si la sanción debe priorizar la reeducación o el castigo. Para muchos, un adolescente homicida no puede volver fácilmente a la sociedad. Para otros, excluirlo de toda posibilidad de reinserción perpetúa el círculo de violencia.
En Chile, las penas para menores pueden llegar hasta los 10 años de internación en régimen cerrado, dependiendo de la gravedad del delito y la edad del imputado. Pero los resultados de rehabilitación no siempre son alentadores: las cifras del Ministerio de Justicia indican que el 42% de los jóvenes infractores reincide en menos de tres años tras cumplir su sanción.
La jueza de familia Patricia Rosales lo resume con crudeza:
“Si el Estado no interviene antes, el sistema llega tarde. El encierro sin educación ni acompañamiento psicológico solo produce adultos más resentidos, no ciudadanos reinsertados.”
Centros cerrados: castigo o segunda oportunidad
Dentro de los centros de internación juvenil, los jóvenes viven en un entorno controlado que intenta combinar educación, terapia y disciplina. Sin embargo, las condiciones no siempre son las ideales. Los informes de organismos de derechos humanos han señalado deficiencias estructurales, falta de personal y escasos programas de reinserción real.
En el Centro de Rehabilitación de Tiltil, por ejemplo, se han implementado talleres de oficios, horticultura y mediación emocional. Algunos jóvenes logran completar la enseñanza media y, en casos excepcionales, acceder a becas laborales al salir.
Carlos, exinterno de 18 años, cuenta su experiencia:
“Adentro aprendí a soldar y a cocinar. Lo difícil fue creer que podía tener otra vida. Nadie me había dicho eso antes. Cuando salí, seguí trabajando con uno de los instructores y no volví a la calle.”
Historias como la de Carlos muestran que, aunque la rehabilitación es difícil, no es imposible. Pero requiere recursos, seguimiento y, sobre todo, voluntad política para sostener programas a largo plazo.
El rol de la sociedad: estigmas y segundas oportunidades
Fuera de los tribunales, la sociedad también tiene un papel que cumplir. Los jóvenes que cumplen condenas y logran salir enfrentan un muro de desconfianza: no encuentran empleo, son rechazados por sus comunidades y quedan marcados por un estigma que muchas veces los empuja nuevamente al delito.
El sociólogo Rodrigo Millán, especialista en seguridad ciudadana, advierte:
“La reinserción no termina al salir del centro. Si la comunidad no acepta al joven, todo el proceso anterior se desmorona. Necesitamos más empresas y programas sociales dispuestos a ofrecer segundas oportunidades.”
Existen ejemplos positivos. En 2022, una empresa de reciclaje en Quilicura firmó un convenio con el Ministerio de Justicia para emplear a jóvenes egresados del sistema juvenil. Los resultados fueron alentadores: más del 80% mantuvo su trabajo durante un año, sin reincidencia.
Hacia una justicia más humana y preventiva
El futuro del sistema penal juvenil depende de su capacidad para prevenir más que castigar. La clave está en intervenir antes: en las escuelas, en las familias y en los barrios donde los primeros signos de vulnerabilidad se hacen evidentes.
Organizaciones sociales como Fundación Paternitas y Reinserta Chile llevan años trabajando en este enfoque, con acompañamiento psicológico, mentorías y formación laboral para jóvenes en riesgo. Su labor demuestra que la prevención es menos costosa —y mucho más efectiva— que la represión tardía.
La jueza Rosales, antes citada, lo resume con una frase que resuena:
“La justicia juvenil no puede ser solo una sala de juicio; debe ser un puente hacia la posibilidad de una vida diferente.”
Conclusión: entender antes de condenar
Cada vez que un adolescente comete un crimen grave, la sociedad enfrenta su propio reflejo. No se trata de justificar, sino de mirar más allá del acto: las causas, los silencios y las ausencias que lo hicieron posible.
El homicidio cometido por un menor de edad es un fracaso colectivo antes que individual. Es el resultado de un sistema que no logró llegar a tiempo. Pero también es una oportunidad —dolorosa, sí— para repensar cómo queremos enfrentar el futuro: con castigo o con transformación.
Porque, al final, la justicia no solo debe medir culpas, sino también abrir caminos.