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Es martes, siete y media de la mañana. En la esquina de una escuela en San Bernardo, un grupo de adolescentes conversa mientras espera que se abra el portón. Algunos ríen, otros revisan el celular, y uno —con voz baja— comenta: “¿Supieron lo del homicidio en la plaza?”.
El resto asiente sin sorpresa. El tema dura apenas unos segundos antes de que alguien cambie de conversación. En la vida de muchos jóvenes chilenos, la violencia dejó de ser un titular para convertirse en un sonido de fondo: un zumbido constante que acompaña el día a día.

“Antes, cuando escuchábamos una balacera, nos escondíamos. Ahora solo esperamos a que pase”, dice Camila, 16 años, alumna de un liceo de Puente Alto.
Su frase, dicha con una mezcla de resignación y madurez precoz, retrata una generación que aprendió a convivir con el miedo sin detenerse del todo.

1. El homicidio como parte del paisaje informativo

Durante la última década, Chile ha vivido un cambio profundo en su relación con la violencia. Lo que antes se consideraba excepcional, hoy es cotidiano.
Según datos de la Subsecretaría de Prevención del Delito, el país registró un aumento del 46% en los homicidios entre 2018 y 2023, una cifra inédita en su historia reciente.

La noticia ya no siempre genera alarma; a veces, solo confirmación.
Los jóvenes —nativos digitales— son los principales receptores de esas imágenes y relatos. Las redes sociales, los noticieros y hasta los memes con tono negro replican día tras día la misma sensación: la violencia está cerca, incluso cuando no toca la puerta.

En una encuesta del Ministerio de Educación (Mineduc, 2023), más del 68% de los estudiantes de enseñanza media declaró sentirse inseguro en su propio entorno. Un 41% dijo evitar salir después del atardecer.
“Vivimos con el miedo encima”, comenta Martín, 17 años, estudiante de tercero medio en Maipú. “No es que uno piense que le va a pasar algo todos los días, pero uno ya anda atento, mirando para atrás, calculando rutas.”

Ese cálculo permanente —esa tensión— se ha vuelto parte de la adolescencia chilena.

2. Las cicatrices invisibles de la exposición constante

La violencia no solo se mide en cifras; también se siente en el cuerpo.
El Centro de Estudios en Seguridad Ciudadana de la Universidad de Chile (2023) advierte que los jóvenes expuestos de manera constante a noticias sobre homicidios o actos violentos presentan mayores niveles de ansiedad, dificultad para concentrarse y episodios de insomnio.

“Hay chicos que no duermen bien, que sueñan con lo que ven en los videos, que viven con una sensación de alerta constante”, explica Pamela Vergara, psicóloga educativa y especialista en trauma.
“El problema no es solo la violencia física, sino la violencia informativa: estar rodeado de noticias, imágenes y conversaciones que te dicen que el mundo ya no es seguro.”

En los liceos de comunas con altos índices delictivos —como Lo Espejo, Cerro Navia o San Bernardo—, los profesores han debido incorporar en sus clases momentos de contención emocional.
“Algunos llegan temblando porque escucharon disparos la noche anterior”, cuenta Jorge Carvajal, director de un colegio municipal en San Bernardo. “Aquí enseñar también es proteger. Hay días en que lo más importante no es la materia, sino que los chicos puedan sentirse tranquilos por un rato.”

3. La violencia digital: el miedo también viaja por redes

TikTok, Instagram y WhatsApp se han convertido en canales de alerta, pero también de ansiedad.
Videos de cámaras de seguridad, grabaciones de asaltos o publicaciones sobre homicidios circulan sin filtro y se comparten con la velocidad del miedo.

Según un informe de la Fundación Datos Protegidos (2024), un adolescente chileno recibe entre 10 y 15 notificaciones diarias relacionadas con hechos delictivos.
El efecto no siempre es informativo: muchas veces, paraliza.

“Cada video que ves te hace pensar que puedes ser la próxima víctima”, dice Valentina, 15 años, estudiante de primero medio en Recoleta.
A su alrededor, sus compañeras asienten. Hablan de una cuenta local que publica noticias policiales y que, según dicen, “te deja con la cabeza llena de miedo antes de dormir”.

Las redes han democratizado la información, pero también el terror.
En los barrios donde la violencia es más visible, los jóvenes aprenden rápido que desconectarse es, a veces, la única forma de sobrevivir emocionalmente.

4. Homicidio y entorno educativo: escuelas que enseñan a cuidar(se)

El aula se ha transformado en un espacio de contención frente al caos exterior.
Programas del Ministerio de Educación, como Escuelas Seguras, han comenzado a abordar la seguridad desde la convivencia y la salud mental.

“El enfoque cambió: ya no se trata solo de poner rejas o cámaras, sino de construir comunidades donde los alumnos puedan sentirse parte de algo que los cuida”, explica Carvajal.

En algunos colegios de La Granja y Renca, los alumnos participan en talleres sobre resolución de conflictos, comunicación empática y primeros auxilios emocionales.
El objetivo es que aprendan a identificar señales de violencia antes de que escalen.

Además, las municipalidades, en coordinación con Senapred, están fortaleciendo el entorno periescolar con cámaras comunitarias, monitores de tránsito y rondas preventivas.
El resultado ha sido alentador: los incidentes en torno a establecimientos educacionales disminuyeron un 18% durante 2024, según cifras del organismo.

5. El rol de las familias: proteger sin encerrar

En las casas, el miedo también se administra.
Los padres, muchas veces sobrepasados por la incertidumbre, intentan proteger a sus hijos sin caer en el exceso de control.

“Yo crecí jugando en la calle; mis hijos no pueden hacerlo”, dice Marisol Araya, madre de dos adolescentes en Quilicura. “Pero tampoco quiero criarlos con miedo. La idea es enseñarles a cuidarse, no a esconderse.”

Ese equilibrio —entre libertad y seguridad— es frágil.
Los expertos recomiendan que las familias conversen abiertamente sobre el tema, escuchen los temores de sus hijos y establezcan rutinas de contacto y acompañamiento.

En este punto, la tecnología puede ser una aliada: aplicaciones de geolocalización o alarmas conectadas ofrecen una sensación de resguardo sin imponer encierro.
Como se explica en el blog Alarmas inteligentes en las 100 comunas más peligrosas de Chile: protección para hogares y negocios, las nuevas soluciones tecnológicas no solo protegen hogares, sino que reducen la ansiedad familiar, al crear entornos monitoreados y previsibles.

6. Comunidades que resisten: del miedo a la organización

En comunas donde la violencia se ha vuelto recurrente, la respuesta ha sido comunitaria.
Vecinos, profesores y jóvenes han comenzado a organizarse para prevenir riesgos y fortalecer lazos.

En La Pintana, por ejemplo, una red vecinal llamada Barrio Seguro instaló alarmas comunitarias y cámaras solares financiadas colectivamente.
“Nos cansamos de vivir con miedo”, dice Cristóbal Salazar, uno de los coordinadores. “Ahora todos estamos conectados, sabemos quién entra, quién sale y a quién pedir ayuda.”

Este tipo de proyectos demuestran que la seguridad no solo depende de Carabineros o del Estado.
Cuando las comunidades se articulan, logran reducir la ocurrencia de delitos y, sobre todo, recuperar el control simbólico de su territorio.

7. La desigualdad del miedo

El homicidio no golpea por igual a todo Chile.
Según el Informe Nacional de Seguridad Pública (2024), más del 60% de los homicidios se concentra en apenas 25 comunas, con San Bernardo, Lo Espejo y Antofagasta entre las más afectadas.
En estas zonas, el miedo se vive distinto: es cotidiano, heredado y a veces normalizado.

En cambio, en sectores con mayores recursos, el temor se traduce en inversión tecnológica: sistemas de alarma, patrullajes privados y monitoreo remoto.
De ahí la importancia de democratizar el acceso a herramientas preventivas.

Como destaca el blog pilar sobre alarmas inteligentes en las comunas más peligrosas de Chile, la tecnología puede —si se implementa con enfoque social— equilibrar las oportunidades de protección entre barrios con recursos dispares.

8. Juventud y esperanza: lo que la violencia no ha logrado destruir

Aunque crezcan en medio de la incertidumbre, los jóvenes chilenos no son una generación rendida.
En distintas comunas del país surgen talleres culturales, colectivos ambientales y organizaciones deportivas que buscan dar sentido y pertenencia frente al miedo.

En Pedro Aguirre Cerda, un grupo de adolescentes fundó Muros de Paz, un colectivo de muralismo urbano que pinta muros con mensajes de esperanza.
“Pintamos sobre los lugares donde hubo balaceras”, cuenta Diego, de 18 años. “Queremos que la gente vea color donde antes solo había miedo.”

Son gestos pequeños, pero profundamente simbólicos.
Demuestran que incluso en entornos marcados por la violencia, la comunidad y la creatividad siguen siendo una forma de resistencia.

9. Conclusión: vivir sin miedo, el desafío de una generación

El homicidio se ha convertido en un reflejo de las tensiones sociales que Chile arrastra: desigualdad, abandono y desconfianza.
Pero no todo está perdido.
La juventud —esa que crece entre sirenas y titulares— también está aprendiendo a construir su propio lenguaje de seguridad, hecho de empatía, educación y tecnología.

Como lo plantea el blog Alarmas inteligentes en las 100 comunas más peligrosas de Chile: protección para hogares y negocios el futuro de la prevención no está solo en los sistemas, sino en las personas que los usan.
En las familias que deciden confiar, en las escuelas que escuchan, en los jóvenes que se atreven a imaginar un país donde la vida no se mida en miedo.

Porque al final, cada medida de seguridad, cada alarma y cada acto de cuidado tiene el mismo propósito: devolver la calma a una generación que merece vivir sin sobresaltos.

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