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La oscuridad repentina en un barrio de Santiago, la suspensión inesperada de un servicio de internet o el retraso en el funcionamiento de un tren tienen, muchas veces, una misma causa: el robo de cables de cobre. Lo que para algunos parece un delito menor tiene repercusiones millonarias en la economía, la seguridad y la vida cotidiana de miles de personas.

Un delito en alza

El cobre, conocido como el “sueldo de Chile”, no solo se roba en las grandes faenas mineras. También en las calles y carreteras, donde los delincuentes extraen cables eléctricos y de telecomunicaciones para venderlos en el mercado negro.

Según cifras de la industria, solo en 2022 las pérdidas por este tipo de delitos superaron los 30 millones de dólares en el país. “El robo de cables no solo genera pérdidas económicas, también afecta la calidad de vida de comunidades enteras”, comenta ficticiamente Eduardo Sánchez, ingeniero eléctrico de una empresa de distribución.

El impacto en la vida diaria

Las consecuencias de este delito se sienten de inmediato:

  • Cortes de energía eléctrica, que afectan desde hogares hasta hospitales.

  • Interrupciones en internet y telefonía, que paralizan negocios y estudios.

  • Afectación del transporte público, con retrasos en trenes y metros.

  • Riesgo de accidentes, ya que la manipulación de cables energizados puede ser mortal.

Claudia, vecina de Quilicura, lo recuerda bien: “Una noche nos quedamos sin luz por horas. No era un desperfecto, habían robado cables. Lo peor fue que tampoco teníamos señal de celular para avisar a emergencias”.

Medidas de control y prevención

El combate contra este delito ha llevado a empresas y autoridades a implementar nuevas estrategias:

  • Mayor videovigilancia en zonas críticas, con apoyo de drones y CCTV.

  • Aleaciones de cobre con materiales menos atractivos para el mercado negro.

  • Protocolos de seguridad privada, con rondas en sectores vulnerables.

  • Registro estricto en chatarrerías, para reducir la compra ilegal.

  • Campañas ciudadanas de denuncia, que incentivan a la comunidad a reportar situaciones sospechosas.

“Hoy no basta con reponer los cables robados. Hay que anticiparse al delito, monitorear y cortar la cadena de venta ilegal”, señala ficticiamente Verónica Araya, gerente de seguridad en una empresa de telecomunicaciones.

Conclusión

El robo de cables de cobre es un delito con un alto costo económico y social. Afecta la seguridad, interrumpe servicios esenciales y expone a comunidades enteras a la vulnerabilidad.

La respuesta no puede ser solo correctiva, sino preventiva. Combinar seguridad privada, videovigilancia y regulación del mercado secundario es clave para frenar una práctica que no solo daña a las empresas, sino a cada ciudadano que depende de la electricidad y la conectividad en su vida diaria.

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