A las siete de la mañana, Ricardo sube a su bicicleta y atraviesa media ciudad para llegar a su trabajo. Sabe que el trayecto le ahorra dinero y le da salud, pero también reconoce que hay tramos del camino que lo hacen pedalear con el corazón acelerado. Cruces sin semáforo, calles oscuras y autos que abren puertas sin mirar: todos esos factores convierten ciertas avenidas en verdaderas zonas peligrosas para quienes se desplazan sobre dos ruedas.
Lo que vive Ricardo no es una excepción. En Santiago, Buenos Aires, Ciudad de México o Lima, los ciclistas urbanos repiten la misma experiencia: las calles no siempre están diseñadas para ellos y, muchas veces, la ciudad les da la espalda.
La vulnerabilidad del ciclista urbano
El ciclista se mueve con rapidez, pero también con desventaja. A diferencia de un conductor de auto, no cuenta con carrocería, cinturón de seguridad ni airbags. Su única protección real es el casco, la ropa reflectante y la atención constante.
Conversar con quienes pedalean a diario revela la misma sensación: una mezcla de libertad y miedo. “La bici me cambió la vida, pero hay calles que simplemente evito, aunque me demore el doble”, confiesa Ana, estudiante universitaria que usa la bicicleta desde hace tres años.
Los puntos más críticos en la ciudad
No hace falta un gran estudio para saber dónde están los lugares de mayor riesgo. Basta observar cómo se comporta el tránsito:
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Cruces sin semáforo, donde el ciclista debe adivinar la intención de los conductores.
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Calles estrechas y congestionadas, en especial en el centro de la ciudad.
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Sectores con escasa iluminación nocturna, que aumentan la probabilidad de atropellos.
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Puentes y túneles sin ciclovía, donde no hay escapatoria posible.
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Zonas de estacionamientos, donde las puertas abiertas al azar son una amenaza diaria.
Cada uno de estos puntos se repite en distintas ciudades y dibuja un mapa no oficial de las zonas peligrosas que los ciclistas conocen casi de memoria.
Estrategias de prevención desde el sillín
Aunque la responsabilidad de crear calles seguras corresponde a las autoridades, los ciclistas también desarrollan sus propios rituales de autoprotección:
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Casco y luces, incluso de día, para hacerse visibles.
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Planificación previa de la ruta, evitando sectores críticos.
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Circular siempre atentos, sin auriculares ni distracciones.
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Señalizar movimientos con las manos para anticipar a los conductores.
“Lo más importante es pensar que nadie te ve”, comenta Pablo, ciclista urbano de Valparaíso. Su frase resume la filosofía de muchos: pedalear con la convicción de que la invisibilidad es el estado natural del ciclista en la ciudad.
El papel de la infraestructura
Los países con mayor tradición ciclista demuestran que la seguridad no es un milagro, sino una consecuencia de la planificación. En Ámsterdam o Copenhague, los cruces están diseñados para priorizar al ciclista; en ciudades latinoamericanas, en cambio, las ciclovías suelen terminar abruptamente o ser ocupadas por autos mal estacionados.
Sin una red coherente, los ciclistas terminan mezclándose con buses y camiones en condiciones desiguales. Allí surgen las verdaderas zonas de riesgo que convierten un trayecto cotidiano en una aventura peligrosa.
Tecnología como escudo digital
Hoy, el celular también juega un papel en la seguridad. Existen aplicaciones que marcan calles poco iluminadas, reportan incidentes en tiempo real y sugieren rutas más seguras. Estas herramientas no eliminan el peligro, pero funcionan como un mapa colaborativo en el que cada ciclista aporta con su experiencia para ayudar a otros.
La tecnología, bien usada, se transforma en un escudo digital que complementa el casco y las luces.
Una tarea compartida
El desafío no recae solo en el ciclista. También involucra a conductores, autoridades y comunidades:
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Los conductores deben mantener distancia y respeto hacia quienes van en bicicleta.
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Los municipios deben invertir en ciclovías seguras y señalización adecuada.
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La policía de tránsito debe fiscalizar y sancionar a quienes invaden espacios exclusivos.
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Los colectivos de ciclistas deben organizarse para visibilizar sus demandas y educar a nuevos usuarios.
Cuando todos asumen su parte, la calle deja de ser una jungla y se convierte en un espacio de convivencia.
Conclusión
El auge de la bicicleta en las ciudades es una buena noticia para la salud, la economía y el medioambiente. Pero la realidad es que todavía hay muchas calles que representan un riesgo latente. Identificar las zonas peligrosas, prevenir con acciones individuales y exigir cambios estructurales son pasos indispensables para que pedalear no sea un acto de valentía, sino una elección segura y cotidiana.
El futuro de la movilidad urbana se escribe sobre dos ruedas. Dependerá de las decisiones colectivas que esa historia no esté marcada por el miedo, sino por la confianza de moverse libremente.